BUSCA UNA ENTRADA ES ESTE BLOG

lunes, 28 de noviembre de 2011

LA AMADA INMOVIL

Hoy quiero platicarles un poco acerca de mi primer libro propio. Ese, del que ya les he hablado antes en la bienvenida a este humilde blog.

Pues, resulta que ese libro me lo regaló mi papá el día que cumplí seis años. Recuerdo que ese dia me llevó de la mano a la librería Ibañez, que está en la calle de hidalgo, dos cuadras antes de llegar a la alameda central de esta ciudad, a mano izquierda. Ahí compramos mi primer libro ¨LA AMADA INMÓVIL ¨ en la versión de Editorial Porrúa. 
Recuerdo que al principio, el titulo en la portada no me decía mucho. Tuve que llegar a casa y comenzar a hojearlo para que el titulo me dijese algo. Mi papá, me había señalado en el libro, dos poemas que son de su agrado y que quería que yo los conociera: ¨En paz¨y ¨Gracia Plena¨. Después yo descubrí ¨Mi secreto¨y ¨Sin rumbo¨; y fue entonces, después de leerlos, que quise entender por qué Amado Nervo era un hombre tan triste, melancólico, y se sentía tan desgraciado cuando escribió esos poemas. Fue así que me puse a leer con detenimiento y gran interés el prólogo y la introducción de mi regalo de cumpleaños; y ahí lo comprendí todo. Ahí, ¨LA AMADA INMÓVIL ¨ comenzó a tener sentido para mí, y descubrí que ella tenía nombre y apellido: Ana Cecilia Luisa Daillez, quién estaba muerta, y que aún muerta, era dueña del corazón, del amor, de la vida, la razón, los pensamientos y las letras de un hombre que la amaba con toda su alma: Amado Nervo el ¨poeta del alma¨.
Aquí les dejo las letras sentidas de un hombre enamorado, atormentado, asaltado por la vida, despojado de lo más amado, en un tiempo inimaginado.
ESPERO LES GUSTE!

Páginas escritas en los últimos días de enero y primeros días de febrero de 1912.
Va a hacer un mes, un mes solamente, y, sin embargo, en esos treinta días, en esos treinta relámpagos, he llorado más lagrimas que estrellas visibles tiene la noche.
Va a hacer un mes, y en esos treinta relámpagos he acumulado tal cantidad de dolor, que me parece que todos mis males pasados y que todos mis males posibles se dieron cita para invadir y llenar mi espíritu, a fin de que no quedase en él un solo hueco que no fuese angustia.
Va a hacer un mes que, se extinguió blandamente Ana Cecilia Luisa Dailliez, mujer excepcional por su gracia, su bondad y la persistencia extraordinaria de su ternura, a quien conocí en París en una noche en que mi alma estaba muy sola y muy triste, la noche del 31 de agosto de 1901, y con quien viví desde entonces en la más cordial y noble de las compañías hasta el 7 de enero de 1912, en que murió en mis brazos.
Esta muerte ha sido la amputación más dolorosa de mí mismo. Un hacha invisible me ha dado un hachazo en mitad del corazón. Los dos pedazos de la entraña quedaron ahí trémulos, entre borbotones de sangre. Luego uno de ellos fue arrebatado por el brazo omnipotente de la muerte y otro, el otro, mísero, siguió latiendo, latiendo… La tremenda rudeza del golpe no pudo apagar el ritmo de la vida… ¡Siguió latiendo, si, la triste entraña mutilada; siguió latiendo entre los coágulos obscuros, y late todavía!
Veintiún días duró la enfermedad de Ana; veintiún días que fueron necesarios para poder clavarme en la conciencia la convicción de que iba a morir. Esta convicción era de tal suerte desmesurada para mis fuerzas, que hoy mismo, a pesar de todas las evidencias, me rebelo a veces contra ella, y entonces a mi soledad se une la más impotente de las desesperaciones.
El domingo 17 de diciembre, la dulce y adorable compañerita de mi vida volvió a casa herida ya por el terrible bacilo de la fiebre tifoidea. El lunes empezó a sentirse mal; el jueves 21, se encamó definitivamente y comenzó su calvario, hasta el 3 de enero, en que perdida la lucidez, fue cayendo apaciblemente recostada sobre el almohadón blandísimo de la inconsciencia, en el sueño insondable de la muerte.
Yo la velé todas las noches, con excepción de algunos ratos de imprescindible pero inquieto reposo, que quizá no sumaron en las veintiuna jornadas el espacio de diez horas. Mis días se pasaban en la oscuridad de la alcoba, al lado del lecho, espiando su respiración, aguzando mis ojos para ver los suyos, entrecerrados apenas o abiertos en la sombra. Esta perenne y angustiosa vigilia solo alternaba con un tormento indecible; el de ir tarde por la tarde a mis quehaceres a despachar, imprescindiblemente, los múltiples asuntos de mi incumbencia.
Como aquel nuestro cariño inmenso no estaba sancionado por ninguna ley; como ningún sacerdote nos había recitado maquinalmente, uniendo nuestras manos, algunas frases latinas; como ningún juez civil nos había gangueado algunos artículos del código, no teníamos el derecho de amarnos a la luz del día, y nos habíamos amado en la penumbra de un sigilo y de una intimidad tales, que casi nadie en el mundo sabía de nuestro secreto. Aparentemente yo vivía solo, y muy raro debió de ser el amigo cuya perspicacia adivinara, al visitarme,, que allí, a dos pasos de él, latía por mí solo, el corazón más noble, más desinteresado y más afectuoso de la tierra.
Pocas veces, muy pocas, salíamos juntos, evitando las arterias febriles de las metrópolis, donde mi relativa popularidad podía prepararme sorpresas. En cambio, en ciertos viajes nos desquitábamos ampliamente, y, brazo con brazo, enredadas las diestras con una ternura que tenía mucho de fraternal, nos dedicábamos a ese flaneo deleitable de París, de Londres, de Brucelas, buscando el bibelot gracioso, deteniéndonos ante el deslumbramiento de los escaparates, refugiándonos en los íntimos y perfumados rincones de los restaurants, donde dos gourmets de buena cepa, como nosotros, compensaban tantas acritudes de la vida…
Pero tal persistente secreto fue mi tortura persistente también, y en los días de la enfermedad de mi Ana está tortura llegó a su máximun. A las tres de la tarde, a las tres y media a lo sumo, era preciso dejar a la idolatrada enferma y partir.
Eran días aquellos de un trabajo incesante. Tenía yo entre manos innumerables asuntos diversos. Acudían, además, las visitas a todas horas. Y mientras el amor de mis amores se agitaba presa de la fiebre en su lecho, yo, a tres kilómetros de mi casa, hacía sumas, multiplicaciones y divisiones, redactaba notas, sonreía a los diversos visitantes, respondía a consultas de toda índole e inventaba todos los días una nueva mentira para escapar a las invitaciones, para despistar la curiosidad en acecho de los íntimos, sustraerme a su torturadora compañía y correr, volar entre la multitud atareada, entre el enmadejamiento de tranvías y automóviles, a mi habitación, subir con ansías de muerte las escaleras, llamar discretamente para que el sonido brusco de la campanilla no alarmase a mi doliente idolatrada, y preguntar con voz temblorosa a quien abría:
- ¿Cómo sigue? ¿Cómo sigue?
Si debe creerse que nuestra existencia es una expiación de yerros anteriores, sabe Dios que yo expié en esas horas muchas faltas de otras vidas, o de esta mi pobre vida incoherente y mediocre, en la que ni siquiera ha habido un gran pecado, porque su magnitud no rimaba con mi alma, tipo aún de evoluciones intermedias,
Por fin un día ya fue imposible el fingimiento, y, a pesar de que mi enfermita me insinuaba: “No le digas nada, mon mignon… ¡Para qué!”, yo dejé caer en manos de mi “superior inmediato” (los diplomáticos, ¡ay!, no somos más que unos animales jerárquicos) mi ingenuo secreto de tantos años, para tener el derecho de escapar de la Cancillería en cuanto lo esencial había terminado, y de estar una hora antes a la cabecera del alma de mi alma, que se me moría.
….siguen varias cuartillas donde el poeta desgrana su dolor, mezcla de desesperación, remordimiento, aflicción y todos los sentimientos encontrados de alguien que duda de la existencia de Dios, y que en el fondo de su alma sabe que: ¡ANITA SE HA IDO PARA SIEMPRE!


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Siéntete en plena confianza y libertad de dejarnos tu punto de vista. Tu opinión, nos hace mejorar y seguir adelante. Gracias por tu visita. Regresa pronto, siempre eres bienvenido.